lunes, 18 de enero de 2016

MIS RECUERDOS CARVAJALINOS Y SANMARQUINOS

Escribe: Anibal Neyo Berrocal Vergara

Esquina de Chin Chin, Lazo con Segura.
I. En la esquina de Chin Chin
Llegué a vivir a Lince, precisamente a la 15 de Francisco Lazo a los 8 años, a la misma quinta donde vivía el al gran amigo Sócrates Araníbar, unos años mayor que yo. Los Araníbar eran varios hermanos, pero a quien más lo frecuenté fue a su hermano menor Manolo. Aquí una anécdota con Sócrates: recuerdo que un día formábamos circulo en la esquina de Chin Chin de Francisco Lazo, donde se encontraba también su entrañable amigo Carlos Ramos Velit,  quien profirió una frase de lo que le había sucedido en la noche anterior:
—Entró la libélula a mi cuarto y si no fuera por sus lucecitas con que alumbraba no lo hubiera podido notar…
De inmediato Sócrates retrucó:
—No era una libélula sino una luciérnaga. Son animales muy distintos.

De inmediato imaginé cuáles eran las palabras que un hombre de buen gusto debía utilizar y cuáles las palabras que debía evitar. El escenario –aquella inolvidable esquina linceña— en vez de un mero lugar de entretenimiento era un manual hablado y práctico de las buenas maneras.  Siempre pensé que Sócrates estudiaba el pequeño diccionario ilustrado Larousse editado en aquellos años.

II.           Años carvajalinos…
Me formé en la G.U.E. Meliton Carvajal y no llegué a conocer a Javier Heraud cuando enseñaba el curso de Literatura en mi entrañable colegio, pero los profesores de ese curso eran muy exigentes en sus clases. Había que aprender de memoria Las 40 estrofas de las coplas de Manrique o La vida es sueño de Calderón de la Barca. 

En el Melitón Carvajal tuve el honor de compartir carpeta con el escritor José Gutiérrez Souza, quien  al terminar la secundaria y en la vida universitaria escribió la novela Así hablo Arturo y se fue a vivir a España donde radica actualmente. Era diferente a mis demás compañeros de clase, devoraba libros, leyendo y leyendo. A él sí le cayeron los motazos y los papelitos disparados por una liguilla como proyectil. Nunca reclamaba; sólo se tocaba la oreja como si fuera un tingonazo más propinado por el sacerdote apodado ‘el cura Bolo’ quien enseñaba religión y con quien entraba en polémica constante mi amigo Pepe, como yo lo llamaba, Caminaba despacio, hablaba con medida y durante la conversación se pasaba la mano por las barbillas bien cuidadas. Circunspecto, evitaba convenientemente los ademanes y la petulancia de la juventud como algo inconveniente. 

Pero yo ya estaba en el cuarto de media. El primer libro que me regalaron por mi cumpleaños  fue El hombre mediocre del Argentino José Ingenieros; en San Marcos en pre—letras fue uno de mis autores favoritos, así como el libro El Hombre Concreto del insigne maestro Cesar Guardia Mayorga. Como buen carvajalino tuve afición por la declamación y en pre—letras de la Universidad Decana recité muchas veces El brindis del Bohemio:
…Yo no brindo por ella, compañeros,
Brindo por la mujer, pero por una,
¡Por mi madre!,  bohemios, por la anciana
que piensa en el mañana…

III.         Años sanmarquinos…
Pero en San Marcos el mejor lugar para informarnos de todo era la cafetería del sótano de letras. Nos enterábamos de cada libro que aparecía, nos pasábamos las horas ahí diariamente con el pago por una taza de café, y nada se nos escapaba porque vivíamos incesantemente con los sentidos tensos y creo que el resto de mi vida no he vuelto a leer con tanta intensidad como aquellos años de colegio y universidad.
Y así, así... luego de dos años de literatura, filosofía y sociología, pasé a la Facultad de Derecho y Ciencias Políticas, pero la literatura era para mí. Como señalara el Novel Mario Vargas Llosa en su novela Conversación en La Catedral o La fiesta del Chivo :
“No hay nada más entretenido que un poema o una gran novela, pero ese entretenimiento no es efímero. Deja una marca secreta y profunda en la sensibilidad y la imaginación”.