domingo, 26 de junio de 2016

EL CINE LIBERTAD EN MIS RECUERDOS…

Por Sócrates Araníbar Luna
Vale aclararlo de una vez por todas, el cine Libertad no estaba ubicado en Lince. El real límite entre Lima y Lince eran las calles Domingo Cueto y Manuel Segura. El viejo local se hallaba dos cuadras más al norte, en el vértice donde confluían las calles Teodoro Cárdenas y Manuel Castañeda. Allí en esa esquinita se levantaba el recordado cine con sus ventanas de medio punto y sus portales en forma de nicho. Era propiedad de la familia Benavides. Pilo, hijo del dueño (nunca supimos su real nombre, supongo que Filomeno o Felipe), era el administrador.
Tanto quienes se dirigían de Lima a Chorrillos pegados a la derecha del tranvía como quienes regresaban de Chorrillos a Lima desde la izquierda podían ver la  fachada de puerta principal con tres portadas y sus respectivas rejas y la inmensa pared pintada de celeste desteñido que daba a la entrada de la cazuela. Mirando de costado a la línea del tranvía,  paso obligado de los linceños a la Victoria como al Estadio Nacional, el viejo Cine Libertad colmaba las expectativas de los cinemeros de barrio que no habiendo alcanzado las viejas películas en las salas de estreno  se encontraban con la oportunidad de volverlas a ver.
Taqueros y cinemeros…
Algunos fanáticos del cine lo eran también del billar, justamente a una cuadra del cine se encontraba el Billar El Sol, donde los billaristas y cinemeros juntaban tacos y tizas para jugarse una mesita antes o después de la función. Pilo -taquero también, y de los buenos-, al escuchar un desafío  se daba sus escapadas para jugarse una mesita con los tiburones del taco a quienes les hacía dura pelea. Tan buena gente era que a todos los taqueros del billar los hacía entrar gratis. Y a mí, por su amistad con mis hermanos mayores, también taqueros, me hacía entrar también. Apenas lo veía el hall del cine yo le decía “hola Pilo”, y él me respondía “pasa”. Pero no le gustaba tanta conchudez, cuando me veía con amigos del barrio me ignoraba y se metía a la oficina.
Ludmir y Ribeyro en la cazuela…
Cierta vez en su programa “Pepe Ludmir y sus charlas de cine”, el excelente periodista, exalumno del antiguo colegio de Lince ‘Gimnasio Peruano’, se refirió al Libertad recordando haber vuelto a ver, jubiloso después de tantos años, ‘Cantando bajo la lluvia con Gene Kelly. “La volví a ver en funciones de matineé, vermut y noche”, sonreía Pepe, “después de casi veinte años, y no podía perder la oportunidad”.   
Algo parecido escribió Julio Ramón Ribeyro antiguo vecino de Santa Beatriz. “No teníamos pierde”, declaraba el autor de Las botellas y los hombres, “inclusive sin leer la cartelera, ya sabíamos que en el ‘Libertad’ nos íbamos a reencontrar con antiguas películas de Hollywood”.
Los mocosos linceños de entonces vendíamos todo lo que podíamos -, botellas, periódicos, revistas- para poder ver una película en matinée, ya sea de coboyadas con Randolph Scott como películas francesas de cine negro con Juan Gabin y Alain Delon, sin descartar las mejicanas de Joaquin Pardavé y las argentinas de Sandrini.
Antes de entrar solíamos hojear sin comprarlas las antiguas revistas Peneca, Rico Tipo, el Pinguino y El Gráfico que vendía el famoso Vite. Los mayores ya no leían los chistes de editorial Novaro sino las novelitas detectivescas de Clark Carrados y Michael Kane o del oeste de Marcial Lafuente Estefanía.  Los lunes femeninos las damas intercambiaban las novelitas rosa de Corín Tellado. Pero eso era lo secundario. Los cinemeros linceños  luego de leer la cartelera de La Crónica o Ultima Hora y no nos gustaban las películas del Alianza, Independencia, Ollanta o Western nos íbamos al Libertad.

Gratis por la puerta de emergencia…
Foto: cortesía arq° Víctor Mejía.
Quienes no teníamos dinero usábamos un truquito para zamparnos, pero esto sólo se podía hacer en funciones de vermut (también es válido decir vermú o vermouth) y noche. Sólo uno de nosotros pagaba su entrada. Este, luego de empezar la película, accionaba la palanca de la puerta de emergencia –la cual abría hacia Paseo de la República- y con esto los demás que fingían estar esperando a alguien ingresaban uno a uno sin movimientos aspaventosos ni abrir mucho la puerta ante la mirada cómplice de los vendedores carretilleros de maní confitado y canchita salada. Pero la emocionante práctica, aunque ilícita, se estropeó cierta vermut  dominguera en que exhibían la serial “Los Tigres del ring”. Tantos muchachos misios quedaron afuera que, por la desesperación de no perderse un minuto más de la película, los zampones linceños y victorianos invadieron el cine en tropel ante las puertas abiertas de par en par. Total, dicha puerta de emergencia fue clausurada con candado ante la severa vigilancia del terrible tío Quispe, antiguo recibidor de boletos y terror de los zampones.
Una leyenda urbana…
La platea tenía butacas ergonómicas  mientras en la cazuela, como en todo cine viejo que se respete, se alineaban apolilladas y larguísimas bancas pintadas de color caoba que más parecían de iglesia Metodista. A todo esto, el destacado decimista Nicomedes Santa Cruz, al comentarle este detalle nos contó cierta tarde al terminar la película “El Pirata Hidalgo” que las bancas de la cazuela  del Libertad sí habían pertenecido a la Iglesia, pero a la católica. “Luego del terremoto del cuarenta”, añadió  Nicomedes,  “la iglesia de San Pedro fue remodelada en su totalidad y sus bancas se las vendieron a los Benavides”
No sabemos cómo obtuvo Nicomedes tal información que más nos parece una leyenda urbana. Y es que don Gastón,  el viejo portero y  mil oficios del Cinelandia, ubicado al lado del viejo Puente de Viterbo -llamado el Puente de Palo, donde hoy se ubica la feria de libreros de Amazonas- nos dijo  algo parecido, que las bancas del vetusto cine se las habían vendido los curas del convento de San Francisco. Ahora bien, es rigurosamente cierto que los curas no te dan nada gratis, pero de ahí a creer que todos los conventos e iglesias vendían sus bancas a los cines sería seguir alimentando otra leyenda urbana de esas que circulan en toda ciudad vieja.
La Dama de Negro…
A propósito de tales leyendas urbanas. Había una que circulaba entre los asistentes al Libertad. Aseguraban los viejos cinemeros que en la platea se paseaba un alma en pena, una dama de negro, cuarentona y de cabello larguísimo que se aparecía a los cienemeros de la platea cuando el cine estaba semivacío. Se les acercaba sigilosamente a los varones que estaban solitarios y con voz ronquita les pedía “por favor un fosforito para mi cigarro que se me ha quedado olvidado en mi butaca”. Entonces les decía “lo espero allá” y se retiraba a las butacas del fondo. Cuando el espectador, tentado y con la cabeza recalentada por una posible aventura de choque y fuga en plena oscuridad se encaminaba al fondo no hallaba a nadie. Sólo un cigarrillo sobre la butaca. Esta leyenda circulaba en los años cincuenta y a quien la escuché primero fue a don José ‘Gallareta’ Luna, mi tío, en una de esas tertulias de viejos cinemeros que se juntaban después de las funciones del Libertad en el cafetín de Take en la Plaza Méjico. En aquella misma reunión, otro señor enchalinado y con el cigarro encendido entre los labios añadió que cuando la dama se retiraba les palmoteaba la cara con una mano fría y huesuda. El más viejo de todos, don David Zevallos, le puso el jugo a la leyenda añadiendo que dicha dama, vecina de la avenida Manco Cápac, había sido asesinada a cuchilladas en la última butaca del cine por su esposo al encontrarla con el amante en una ardiente sesión amorosa. “Lo cierto”, finalizó don David, “es que jamás volví a subir a esa platea, a menos que lo hiciera acompañado de dos o tres personas. Desde ese momento, sobrino, la cazuela fue mi lugar, allí no me perdía ninguna película argentina o mejicana”.
Brigitte, Marilyn, Sarita…
En nuestras épocas escolares, cuando  nos tirábamos la pera, fingiendo chequear  las carteleras de toda la semana, solíamos arrancar las fotos de las artistas más famosas aprovechando el distraimiento de Pilo y su novia. Ya en el colegio las intercambiábamos por otras o por cigarrillos. Y hasta hace unos veinticinco años aún mantenía guardadas algunas en casa, empaquetadas bien al fondo de la cómoda. Y cada vez que abría el cajón contemplaba embobado las imágenes de Miroslava en Escuela de Vagabundos, Rita Hayworth recibiendo la famosa bofetada de Glenn Ford en Gilda, Marilyn Monroe derrochando sensualidad en Una Eva y dos Adanes, Sarita Montiel en Vera Cruz,  y mi preferida, Brigitte Bardot en escenas de Y Dios creó a la mujer que durante varios años siguió perturbando mis noches de insomnio.
Coda.

Pasaron los años, y durante los sesenta, con construcción del zanjón, se fueron  los tranvías, las vías férreas, las acequias a cuya vera crecían los altos álamos, y con ellos se llevaron a mi viejo cine Libertad. Pero no pudieron quitarnos nuestros recuerdos de películas que ni se pueden ver ni siquiera en internet, de encuentros pecaminosos,  de placeres escondidos, de risotadas  y chonguerías entre patoteros, en fin, de ese local donde al  apagarse las luces se encendían ardores y se experimentaban nuevas sensaciones. Luego  supe que el cine Libertad se había trasladado a Comas. Aún se podía leer su programación en la cartelera, pero para mí ya no era “mi cine Libertad”. Sabía que a ese cine del mismo nombre al otro lado de Lima ya no asistirían Pepe Ludmir, Julio Ramón Ribeyro ni el Kiri Escobar. Tampoco el pianista del Embassy, ni el chino que vendía sus famosas habas conocidas como ‘chicle serrano’, mucho menos el revistero ‘Loco Vité’ , conocido como Patoruzú, ni la ñorsa que se dejaba paletear por los lujuriosos adolescentes que nos peleábamos el sitio de atrás de donde se ubicaba ella. Y la fantasmagórica  dama de negro se desvaneció para siempre de la antigua platea de mi querido cine.