Por Cristian Loyola.
Un
grupo de compañeros de trabajo habíamos tomado un taxi desde la avenida
Colonial hasta el teatro Pirandello en la avenida Petit Thouars. Por causa de los inevitables embotellamientos
de tránsito de las siete de la noche en
Lima, tuvimos que pasar por el jirón Chota, justo por la puerta posterior del
colegio Guadalupe. Y ¡pum!, mi mente se trasladó a mis años de adolescencia.
Cuartel de Operaciones...
Corría
el año 98, mes de julio, en plenos preparativos para el desfile de fiestas
patrias. Luego de vivir un tiempo en el
distrito de Lince mi familia se había trasladado lejos del centro de Lima. Estudiaba el quinto de secundaria. Y yo,
integrante de la escolta, junto a los alumnos más espigados de mi querido
colegio, tenía que estar en pie, antes que todo el alumnado, cambiado y listo
para ensayar las primeras maniobras de
la escolta al escuchar la voz de mando:
“Firmes, media
vueltaaaa, derecha! ¡Armas al hombro, arriba! De frente, maaaarch!”
Algunos de los integrantes de la escolta
vivíamos lejos. Era todo un fastidio llegar tarde a casa, dormir poco y
levantarse antes que nadie para tomar la combi de las seis de la mañana
para ensayar desde muy temprano, en un
invierno limeño que pelaba. No había otra solución que quedarnos a dormir en el
colegio.
El
Guadalupe, fundado en 1840, tiene una rica historia de actos heroicos por parte
de profesores y alumnos que pelearon
durante la guerra con Chile. Héroes de la guerra como Melitón Carvajal y Diego
Ferré pisaron sus aulas. Por desgracia, nuestro colegio fue convertido en
cuartel de operaciones del ejército chileno durante los años de ocupación.
Desde aquellos años datan las historias de fantasmas.
El fantasma del
profesor...
Los alumnos de la nocturna contaban que
durante las clases temían ir a los
excusados o pasar por la capilla debido a que se escuchaban extraños sonidos,
cadenas, bayonetazos, gritos de ¡viva el
Perú!. Se decía también que por los antiguos corredores y en las
inmediaciones de la capilla se paseaba
el fantasma de un profesor torturado y asesinado por soldados chilenos por
negarse a delatar a los profesores y alumnos que conspiraban contra al ejército
invasor. También se contaba que por las noches se escuchaba la voz de un alumno
de los tiempos del internado que se había suicidado por una decepción amorosa.
Por todo ello, quien se aventurase a caminar sin compañía por esos corredores
tendría que pensarlo dos veces, sobre todo cuando se producían los constantes
apagones de la década de los 90. Par
quitarnos el miedo, ya el profesor de Pre Militar nos había dicho con toda
solemnidad que los guadalupanos no le han temido ni al invasor chileno ni a
nadie, y que más peligrosos son los
vivos que los muertos.
El cuarto misterioso...
Por
la parte trasera, que daba a jirón Chota había un inmenso portón, apolillado y
crujiente que data del siglo XIX por donde se filtraban las ratas y, tras
ellas, los gatos del vecindario. En las inmediaciones había un depósito con
montones de chucherías que sólo las podíamos ver asomando por las polvorientas
ventanas cubiertas de telarañas, objetos diversos: carpetas despanzurradas,
pupitres desvencijados, pizarrones rotos, tablones apolillados, lavatorios
despostillados, inodoros quebrados, trapos, banderas deshilachadas, y buena cantidad de cascos llenos de tierra,
moho y nidos de cucarachas y pulgas. Durante años los alumnos nos preguntábamos
cuándo sería el día en que pudiéramos a entrar y hurgar todos esos rincones. Y
bien ese día llegó cuando nos dijeron que íbamos a pasar la noche allí.
Más
de uno de mis compañeros dio un respingo al momento de abrirse la puerta que
crujía como el castillo de Drácula. Teníamos que pernoctar ahí pero no había
camas ni catres. Rebuscamos por todo lado pero nada lucía aparente.
Luego
de la cena, en tiempos de los recordados apagones, decidimos juntar las
carpetas y sobre ellas colocar colchones. Al principio contábamos chistes, que
nos ayudaban a olvidar la incomodidad. Sin embargo, no faltó el momento inoportuno en que alguien empezó
a contar historias de ultratumba. ¡Para qué lo hizo! Nadie pegó los ojos. Fue
la noche más larga de nuestra vida.
Al
día siguiente, 27 de julio, limpios, lavados y bien uniformados, bostezantes y
aún somnolientos, con limpísimas y almidonadas cananas y escarpines, además de
los antiquísimos fusiles Máuser 1908, salimos a desfilar al Campo de Marte,
orgullosos de representar a nuestro querido colegio.
excelente HG. Felicitaciones
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