Por Sócrates Araníbar Luna
Vale aclararlo de una vez por todas, el cine
Libertad no estaba ubicado en Lince. El real límite entre Lima y Lince eran las
calles Domingo Cueto y Manuel Segura. El viejo local se hallaba dos cuadras más
al norte, en el vértice donde confluían las calles Teodoro Cárdenas y Manuel
Castañeda. Allí en esa esquinita se levantaba el recordado cine con sus
ventanas de medio punto y sus portales en forma de nicho. Era propiedad de la
familia Benavides. Pilo, hijo del dueño (nunca supimos su real nombre, supongo
que Filomeno o Felipe), era el administrador.
Tanto
quienes se dirigían de Lima a Chorrillos pegados a la derecha del tranvía como
quienes regresaban de Chorrillos a Lima desde la izquierda podían ver la fachada de puerta principal con tres portadas
y sus respectivas rejas y la inmensa pared pintada de celeste desteñido que daba
a la entrada de la cazuela. Mirando de costado a la línea del tranvía, paso obligado de los linceños a la Victoria
como al Estadio Nacional, el viejo Cine Libertad colmaba las expectativas de
los cinemeros de barrio que no habiendo alcanzado las viejas películas en las
salas de estreno se encontraban con la
oportunidad de volverlas a ver.
Taqueros y cinemeros…
Algunos
fanáticos del cine lo eran también del billar, justamente a una cuadra del cine
se encontraba el Billar El Sol, donde
los billaristas y cinemeros juntaban tacos y tizas para jugarse una mesita
antes o después de la función. Pilo -taquero también, y de los buenos-, al
escuchar un desafío se daba sus
escapadas para jugarse una mesita con los tiburones del taco a quienes les
hacía dura pelea. Tan buena gente era que a todos los taqueros del billar los
hacía entrar gratis. Y a mí, por su amistad con mis hermanos mayores, también
taqueros, me hacía entrar también. Apenas lo veía el hall del cine yo le decía “hola Pilo”, y él me respondía “pasa”. Pero no le gustaba tanta
conchudez, cuando me veía con amigos del barrio me ignoraba y se metía a la
oficina.
Ludmir y Ribeyro en la cazuela…
Cierta
vez en su programa “Pepe Ludmir y sus charlas de cine”, el excelente
periodista, exalumno del antiguo colegio de Lince ‘Gimnasio Peruano’, se
refirió al Libertad recordando haber
vuelto a ver, jubiloso después de tantos años, ‘Cantando bajo la lluvia con Gene Kelly. “La volví a ver en funciones de matineé, vermut y noche”, sonreía
Pepe, “después de casi veinte años, y no
podía perder la oportunidad”.
Algo
parecido escribió Julio Ramón Ribeyro antiguo vecino de Santa Beatriz. “No teníamos pierde”, declaraba el autor
de Las botellas y los hombres, “inclusive sin leer la cartelera, ya
sabíamos que en el ‘Libertad’ nos íbamos a reencontrar con antiguas películas
de Hollywood”.
Los
mocosos linceños de entonces vendíamos todo lo que podíamos -, botellas,
periódicos, revistas- para poder ver una película en matinée, ya sea de coboyadas
con Randolph Scott como películas francesas de cine negro con Juan Gabin y
Alain Delon, sin descartar las mejicanas de Joaquin Pardavé y las argentinas de
Sandrini.
Antes
de entrar solíamos hojear sin comprarlas las antiguas revistas Peneca, Rico Tipo, el Pinguino y El Gráfico que
vendía el famoso Vite. Los mayores ya no leían los chistes de editorial Novaro
sino las novelitas detectivescas de Clark Carrados y Michael Kane o del oeste
de Marcial Lafuente Estefanía. Los lunes
femeninos las damas intercambiaban las novelitas rosa de Corín Tellado. Pero
eso era lo secundario. Los cinemeros linceños
luego de leer la cartelera de La
Crónica o Ultima Hora y no nos
gustaban las películas del Alianza, Independencia,
Ollanta o Western nos íbamos al Libertad.
Gratis por la puerta de emergencia…
Foto: cortesía arq° Víctor Mejía. |
Una leyenda urbana…
La
platea tenía butacas ergonómicas mientras en la cazuela, como en todo cine
viejo que se respete, se alineaban apolilladas y larguísimas bancas pintadas de
color caoba que más parecían de iglesia Metodista. A todo esto, el destacado
decimista Nicomedes Santa Cruz, al comentarle este detalle nos contó cierta
tarde al terminar la película “El Pirata
Hidalgo” que las bancas de la cazuela del Libertad
sí habían pertenecido a la Iglesia, pero a la católica. “Luego del terremoto del cuarenta”, añadió Nicomedes, “la
iglesia de San Pedro fue remodelada en su totalidad y sus bancas se las
vendieron a los Benavides”
No
sabemos cómo obtuvo Nicomedes tal información que más nos parece una leyenda
urbana. Y es que don Gastón, el viejo
portero y mil oficios del Cinelandia, ubicado al lado del viejo Puente
de Viterbo -llamado el Puente de Palo, donde hoy se ubica la feria de libreros
de Amazonas- nos dijo algo parecido, que
las bancas del vetusto cine se las habían vendido los curas del convento de San
Francisco. Ahora bien, es rigurosamente cierto que los curas no te dan nada
gratis, pero de ahí a creer que todos los conventos e iglesias vendían sus
bancas a los cines sería seguir alimentando otra leyenda urbana de esas que
circulan en toda ciudad vieja.
La Dama de Negro…
A
propósito de tales leyendas urbanas. Había una que circulaba entre los
asistentes al Libertad. Aseguraban
los viejos cinemeros que en la platea se paseaba un alma en pena, una dama de
negro, cuarentona y de cabello larguísimo que se aparecía a los cienemeros de la
platea cuando el cine estaba semivacío. Se les acercaba sigilosamente a los varones
que estaban solitarios y con voz ronquita les pedía “por favor un fosforito para mi cigarro que se me ha quedado olvidado
en mi butaca”. Entonces les decía “lo
espero allá” y se retiraba a las butacas del fondo. Cuando el espectador,
tentado y con la cabeza recalentada por una posible aventura de choque y fuga
en plena oscuridad se encaminaba al fondo no hallaba a nadie. Sólo un
cigarrillo sobre la butaca. Esta leyenda circulaba en los años cincuenta y a
quien la escuché primero fue a don José ‘Gallareta’ Luna, mi tío, en una de
esas tertulias de viejos cinemeros que se juntaban después de las funciones del
Libertad en el cafetín de Take en la Plaza Méjico. En aquella misma reunión, otro
señor enchalinado y con el cigarro encendido entre los labios añadió que cuando
la dama se retiraba les palmoteaba la cara con una mano fría y huesuda. El más
viejo de todos, don David Zevallos, le puso el jugo a la leyenda añadiendo que
dicha dama, vecina de la avenida Manco Cápac, había sido asesinada a
cuchilladas en la última butaca del cine por su esposo al encontrarla con el
amante en una ardiente sesión amorosa. “Lo
cierto”, finalizó don David, “es que
jamás volví a subir a esa platea, a menos que lo hiciera acompañado de dos o
tres personas. Desde ese momento, sobrino, la cazuela fue mi lugar, allí no me
perdía ninguna película argentina o mejicana”.
Brigitte, Marilyn, Sarita…
En
nuestras épocas escolares, cuando nos tirábamos
la pera, fingiendo chequear las carteleras
de toda la semana, solíamos arrancar las fotos de las artistas más famosas
aprovechando el distraimiento de Pilo y su novia. Ya en el colegio las
intercambiábamos por otras o por cigarrillos. Y hasta hace unos veinticinco
años aún mantenía guardadas algunas en casa, empaquetadas bien al fondo de la
cómoda. Y cada vez que abría el cajón contemplaba embobado las imágenes de Miroslava
en Escuela de Vagabundos, Rita
Hayworth recibiendo la famosa bofetada de Glenn Ford en Gilda, Marilyn Monroe derrochando sensualidad en Una Eva y dos Adanes, Sarita Montiel en Vera Cruz, y mi preferida, Brigitte Bardot en escenas de Y Dios creó a la mujer que durante
varios años siguió perturbando mis noches de insomnio.
Coda.
Pasaron
los años, y durante los sesenta, con construcción del zanjón, se fueron los tranvías, las vías férreas, las acequias a
cuya vera crecían los altos álamos, y con ellos se llevaron a mi viejo cine
Libertad. Pero no pudieron quitarnos nuestros recuerdos de películas que ni se
pueden ver ni siquiera en internet, de encuentros pecaminosos, de placeres escondidos, de risotadas y chonguerías entre patoteros, en fin, de ese
local donde al apagarse las luces se
encendían ardores y se experimentaban nuevas sensaciones. Luego supe que el cine Libertad se había trasladado
a Comas. Aún se podía leer su programación en la cartelera, pero para mí ya no
era “mi cine Libertad”. Sabía que a ese cine del mismo nombre al otro lado de
Lima ya no asistirían Pepe Ludmir, Julio Ramón Ribeyro ni el Kiri Escobar.
Tampoco el pianista del Embassy, ni el chino que vendía sus famosas habas
conocidas como ‘chicle serrano’, mucho menos el revistero ‘Loco Vité’ ,
conocido como Patoruzú, ni la ñorsa que se dejaba paletear por los lujuriosos
adolescentes que nos peleábamos el sitio de atrás de donde se ubicaba ella. Y
la fantasmagórica dama de negro se
desvaneció para siempre de la antigua platea de mi querido cine.
Pucha qué recuerdos. Yo vivía en el Parque Chicama y mi mamá me llevaba los domingos al cine. Me acuerdo de las peliculas de Pedro Infante Pepe el Toro, Un rincón cerca del cielo . saliamos llorando con mi pobre viejita...
ResponderEliminarLINDOS RECUERDOS DEL CINE LIBERTAD. AHI VI UN TREMENDO PELICULON CON JHON WAINE SE LLAMABA EL HOMBRE QUIETO. AH Y TAQUI VENDIA UN BUEN ESCAVECHE Y AL PRECIO REGALADO DE DOS SOLES.
ResponderEliminarSALUDOS
Muy bonitos recuerdos, jamas imagine que hubiera sido cine esa casona
ResponderEliminarJose Rodriguez, equivocado, la casona de departamentos que se ve en la foto no es el cine. la casona estaá al lado del cine cuya ubicación era en la parte que se ve con cesped, árboles y un poste de alumbrado y su limite era la pared de ladrillos pintados de blanco que se pueden ver al fondo del parquecito. saludos.
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